sábado, 24 de marzo de 2012

Señoras e iglesias


Acabo de mudarme a San Lorenzo del Escorial y aquí, al parecer, preparan la Semana Santa con mucho entusiasmo.

El caso es que, pasando por la parte de atrás de una iglesia, me he encontrado con un espectáculo sobrecogedor.

Lo que vi era un grupo de SEÑORAS, 6 ó 7, llevando entre todas de un modo más o menos gallináceo lo que clarísimamente era una Imagen de un Cristo. Lo peculiar de esta escena es que la figura iba sobre un carrito bajo y estaba cubierta con una sábana. Se sabía que era un Cristo porque por debajo de la sábana se le veían las sandalias y la túnica morada.

El caso es que estas buenas mujeres estaban metiendo la misma imagen que se lleva en hombros, solemnemente, con bandas y con antorchas por la puerta trasera, del modo más cutre posible y mal tapado con una sábana.

Cuando yo las encontré, además, algunas se estaban despidiendo y al hacerlo, tocaban la túnica de la imagen para darle un beso... No recuerdo si primero tocaban y luego se besaban la mano o al revés. Y ese gesto era tímido, escondido pero de algún modo era realmente obsceno y sucio.


jueves, 15 de marzo de 2012

Lunares en las plantas







El otro día me dio por pensar que he perdido una cosa que hacía que me sintiera especial.

Es una cosa muy tonta.

La verdad es que yo recuerdo que de pequeña tenía un lunar en cada uno de mis pies. Estaban situados de manera perfectamente simétrica en el centro de cada planta. Se parecían en forma y tamaño. La única diferencia es que uno era muy oscuro y el otro muy claro.

Siempre he tenido problemas de piel y las revisiones al dermatólogo eran frecuentes. Cuando cambié de médico, la mujer nueva que tenia que examinarme se obsesionó con mis lunares y decidió que habia que ir quitándolos todos poco a poco.

Por lo visto no es bueno tenerlos.

Adivinad cuál quiso quitarme primero.

Desde entonces, el lunar claro permanece solitario, echando en falta a su Yang.

Qué maldita manía la de la sociedad de extirpar lo negro, lo "malo". Esto también es una tontería, pero si sintierais mi cuerpo como lo siento yo, también comprenderíais la importancia de ese otro lunar, de esos pies reflejados que ya no tengo.



Irene

miércoles, 14 de marzo de 2012

Opeth



¿Qué se puede hacer cuando estás encerrada dentro de ti misma, cuando tú eres tu propio enemigo?

Felices 26!

viernes, 9 de marzo de 2012

Luna llena


Marzo el ventoso
abril el lluvioso...

Todos los dias entre semana, de 9.00 a 14.00 tengo un descanso para la comida. En esos momentos aprovecho para salir a andar y a recuperarme un poco del esfuerzo psicologico que requiere estar aqui sentada todo el dia, siendo otra persona.

Ayer, como de costumbre, sali a dar mi paseo. Era un dia claro. El invierno no ha sido muy fuerte este año, no ha llovido ni ha nevado. Pero ayer hizo viento.

Empezaba a acercarse la hora en la que tenia que volver. Escogí una ruta menos concurrida que la que había hecho a la ida y me meti por unas callejuelas.

Fue entonces cuando me encontró el viento.

El viento y yo siempre hemos sido amigos. Yo he nacido en marzo y este es mi mes y es mi viento también. Primero se acercó a saludarme, jugó con mi pelo un poco, como una caricia suave y finalmente me abrazó.

Me doy cuenta de que cuando voy a la oficina tiendo a recogerme el pelo. Es parte de mi personaje. Algodoncito no suele llevar el pelo suelto porque se le vería el plumero demasiado rápido.

El viento lo sabía y, mientras me abrazaba, empezó a tocar la pinza que sujetaba mi pelo. Le sonrei y me la quité.

No sé muy bien qué pasó entonces. Sólo recuerdo una especie de transformación, algo salvaje y feliz. Algo así como estar en casa.

Seguí mi camino andando cada vez más rápido, disfrutando de mi pelo suelto, del viento y de mi libertad condicional. Casi corria. Me encontré con dos compañeros por el camino. Les sonrei. Me pregunto si verían el cambio. Finalmente llegué a la oficina y subi corriendo las escaleras.

Alli no me recogi el pelo que seguia rozandome los hombros.

Las tres horas que pasé encerrada alli (o aqui, que es desde donde escribo esto) fueron espantosas. Estaba muy, muy nerviosa. Todo me molestaba. Me molestaba el zumbido de mis compañeros hablando, el teléfono, la gente que se acercaba a la recepción y, especialmente, la impresora que tengo detrás y que ayer no paraba de funcionar.

Este trasto, que ahora también me acompaña, es como un castigo. Zumba, vibra y pita cuando acaba. Y quien ha impreso lo que sea, tiene que acercarse a mi espalda. Como normalmente tengo cosas "prohibidas" en mi pantalla, me pongo aún más nerviosa. Y también más rabiosa.

Por fin dieron las 19.00 y pude salir corriendo a mi casa.

Vivo en San Lorenzo del Escorial en donde, según dicen, está la puerta del Infierno.

Yo no sé si esto es así, lo que sí sé es que desde que estoy aqui, ese bicho peludo con ojos penetrantes que tengo dentro se ha calmado un poco.

Estaba ya cerca de mi casa cuando La vi.

Luna llena.

Una veladura de nubes intentaban cubrirla sin conseguirlo.

Y entonces lo entendi.

Reprimí como pude el instinto de desnudarme y salir corriendo al bosque, con los pies descalzos y siempre con el pelo suelto.

Dentro de casa seguia inquieta. Parecia que todo me mirase. Era incómodo estar en mi cuerpo. Fui a casa de Erik y alli estaban las gatas. Ellas "me vieron". Normalmente no me hacen ni caso, pero hoy se apartaban de mi camino o me obedecian si era necesario. Y, al final, se tumbaron las dos encima de mi, incluso la que no lo hace nunca.

Me da miedo estar poniendome las zapatillas rojas. No quiero ser un cisne negro.

jueves, 8 de marzo de 2012

Las zapatillas rojas



Había una vez una pobre huerfanita que no tenía zapatos. Pero siempre, recogía los trapos viejos que encontraba y, con el tiempo, se cosió un par de zapatillas rojas. Aunque eran muy toscas, a ella le gustaban. La hacían sentir rica a pesar de que se pasaba los días recogiendo algo que comer en los bosques llenos
de espinos hasta bien entrado el anochecer.

Pero un día, mientras bajaba por el camino con sus andrajos y sus zapatillas rojas, un carruaje dorado se detuvo a su lado. La anciana que viajaba en su interior le dijo que se la iba a llevar a su casa y la trataría como si fuera su hijita. Así pues, la niña se fue a la casa de la acaudalada anciana y allí le lavaron y peinaron el cabello. Le proporcionaron una ropa interior de purísimo color blanco, un precioso vestido de lana, unas medias blancas y unos relucientes zapatos negros. Cuando la niña preguntó por su ropa y, sobre todo, por sus zapatillas rojas, la anciana le contestó que la ropa estaba tan sucia y las zapatillas eran tan ridículas que las había arrojado al fuego donde habían ardido hasta convertirse en ceniza.


La niña se puso muy triste, pues, a pesar de la inmensa riqueza que la rodeaba, las humildes zapatillas rojas cosidas con sus propias manos le habían hecho experimentar su mayor felicidad. Ahora se veía obligada a permanecer sentada todo el rato, a caminar sin patinar y a no hablar a menos que le dirigieran la palabra, pero un secreto fuego ardía en su corazón y ella seguía echando de menos sus viejas zapatillas rojas por encima de cualquier otra cosa.

Cuando la niña alcanzó la edad suficiente como para recibir la confirmación el día de los Santos Inocentes, la anciana la llevó a un viejo zapatero cojo para que le hiciera unos zapatos especiales para la ocasión. En el escaparate del zapatero había unos zapatos rojos hechos con cuero del mejor; eran tan bonitos que casi resplandecían. Así pues, aunque los zapatos no fueran apropiados para ir a la iglesia, la niña sólo elegía siguiendo los deseos de su hambriento corazón, escogió los zapatos rojos. La anciana tenía tan mala vista que no vio de qué color eran los zapatos y, por consiguiente, pagó el precio. El viejo zapatero le guiñó el
ojo a la niña y envolvió los zapatos.

Al día siguiente, los feligreses de la iglesia se quedaron asombrados al ver los pies de la niña. Los zapatos rojos brillaban como manzanas pulidas, como corazones, como ciruelas rojas. Todo el mundo los miraba; hasta los iconos de la pared, hasta las imágenes contemplaban los zapatos con expresión de reproche.
Pero, cuanto más los miraba la gente, tanto más le gustaban a la niña. Por consiguiente, cuando el sacerdote entonó los cánticos y cuando el coro lo acompañó y el órgano empezó a sonar, la niña pensó que no había nada más bonito que sus zapatos rojos.

Para cuando terminó aquel día, alguien había informado a la anciana acerca de los zapatos rojos de su protegida.

—Jamás de los jamases vuelvas a ponerte esos zapatos rojos! —le dijo la anciana en tono amenazador.

Pero al domingo siguiente la niña no pudo resistir la tentación de ponerse los zapatos rojos en lugar de los negros y se fue a la iglesia con la anciana como de costumbre.

A la entrada de la iglesia había un viejo soldado con el brazo en cabestrillo. Llevaba una chaquetilla y tenía la barba pelirroja. Hizo una reverencia y pidió permiso para quitar el polvo de los zapatos de la niña. La niña alargó el pie y el soldado dio unos golpecitos a las suelas de sus zapatos mientras entonaba una alegre cancioncilla que le hizo cosquillas en las plantas de los pies.

—No olvides quedarte para el baile —le dijo el soldado, guiñándole el ojo con una sonrisa.

Todo el mundo volvió a mirar de soslayo los zapatos rojos de la niña. Pero a ella le gustaban tanto aquellos zapatos tan brillantes como el carmesí, tan brillantes como las frambuesas y las granadas, que apenas podía pensar en otra cosa y casi no prestó atención a la ceremonia religiosa. Tan ocupada estaba moviendo
los pies hacia aquí Y hacia allá y admirando sus zapatos rojos que se olvidó de cantar.

Cuando abandonó la iglesia en compañía de la anciana, el soldado herido le gritó: "¡Qué bonitos zapatos de baile!"

Sus palabras hicieron que la niña empezara inmediatamente a dar vueltas. En cuanto sus pies empezaron a moverse ya no pudieron detenerse y la niña bailó entre los arriates de flores y dobló la esquina de la iglesia como si hubiera perdido por completo el control de sí misma. Danzó una gavota y después una czarda
y, finalmente, se alejó bailando un vals a través de los campos del otro lado. El cochero de la anciana saltó del carruaje y echó a correr tras ella, le dio alcance Y llevó de nuevo al coche, pero los pies de la niña calzados con los zapatos rojos seguían bailando en el aire como si estuvieran todavía en el suelo. La anciana y el cochero tiraron y forcejearon, tratando de quitarle los zapatos rojos a la niña. Menudo espectáculo, ellos con los sombreros torcidos y la niña agitando las piernas, pero, al final, los pies de la niña se calmaron.

De regreso a casa, la anciana dejó los zapatos rojos en un estante muy alto y le ordenó a la niña no tocarlos nunca más. Pero la niña no podía evitar contemplarlos con anhelo. Para ella seguían siendo lo más bonito de la tierra.

Poco después quiso el destino que la anciana tuviera que guardar cama y, en cuanto los médicos se fueron, la niña entró sigilosamente en la habitación donde se guardaban los zapatos rojos. Los contempló allá arriba en lo alto del estante. Su mirada se hizo penetrante y se convirtió en un ardiente deseo que la indujo a tomar los zapatos del estante y a ponérselos, pensando que no había nada malo en ello. Sin embargo, en cuanto los zapatos tocaron sus talones y los dedos de sus pies, la niña se sintió invadida por el impulso de bailar.

Cruzó la puerta bailando y bajó los peldaños, bailando primero una gavota, después una czarda y, finalmente, un vals de atrevidas vueltas en rápida sucesión. La niña estaba en la gloria y no comprendió en qué apurada situación se encontraba hasta que quiso bailar hacia la izquierda y los zapatos insistieron en
bailar hacia la derecha. Cuando quería dar vueltas, los zapatos se empeñaban en bailar directamente hacia delante. Y, mientras los zapatos bailaban con la niña, en lugar de ser la niña quien bailara con los zapatos, los zapatos la llevaron calle abajo, cruzando los campos llenos de barro hasta llegar al bosque oscuro y sombrío.

Allí, apoyado contra un árbol, se encontraba el viejo soldado de la barba pelirroja con su chaquetilla y su brazo en cabestrillo.

—Vaya, qué bonitos zapatos de baile —exclamó.

Asustada, la niña intentó quitarse los zapatos, pero el pie que mantenía apoyado en el suelo seguía bailando con entusiasmo y el que ella sostenía en la mano también tomaba parte en el baile.

Así pues, la niña bailó y bailó sin cesar. Danzando subió las colinas más altas, cruzó los valles bajo la lluvia, la nieve y el sol. Bailó en la noche oscura y al amanecer y aún seguía bailando cuando anocheció. Pero no era un baile bonito. Era un baile terrible, pues no había descanso para ella.

Llegó bailando a un cementerio y allí un espantoso espíritu no le Permitió entrar. El espíritu pronunció las siguientes palabras:

—Bailarás con tus zapatos rojos hasta que te conviertas en una aparición, en un fantasma, hasta que la piel te cuelgue de los huesos y hasta que no quede nada de ti más que unas entrañas que bailan. Bailarás de puerta en puerta por las aldeas y golpearás cada puerta tres veces y, cuando la gente mire, te verá y
temerá sufrir tu mismo destino. Bailad, zapatos rojos, seguid bailando.

La niña pidió compasión, pero, antes de que pudiera seguir implorando piedad, los zapatos rojos se la llevaron. Bailó sobre los brezales y los ríos, siguió bailando sobre los setos vivos y siguió bailando y bailando hasta llegar a su hogar y allí vio que había gente llorando. La anciana que la había acogido en su casa había muerto. Pero ella siguió bailando porque no tenía más remedio que hacerlo. Profundamente agotada y horrorizada, llegó bailando a un bosque en el que vivía el verdugo de la ciudad. El hacha que había en la pared empezó a estremecerse en cuanto percibió la cercanía de la niña.

—¡Por favor! —le suplicó la niña al verdugo al pasar bailando por delante de su puerta—. Por favor, córteme los zapatos para librarme de este horrible destino.

El verdugo cortó las correas de los zapatos rojos con el hacha. Pero los zapatos seguían en los pies. Entonces la niña le dijo al verdugo que su vida no valía nada y que, por favor, le cortara los pies. Y el verdugo le cortó los pies. Y los zapatos rojos con los pies dentro siguieron bailando a través del bosque, subieron a la colina y se perdieron de vista. Y la niña, convertida en una pobre tullida, tuvo que ganarse la vida en el mundo como criada de otras personas y jamás en su vida volvió a desear unos zapatos rojos.

FIN

C l a r i s s a P i n k o l a E s t é s M u j e r e s q u e c o r r e n c o n l o s l o b o s

miércoles, 7 de marzo de 2012

La cenicienta, de los hermanos Grimm

He querido subir el cuento original de la Cenicienta. En él aparece la sangre y la automutilación hostigada por "la madre". Nada de calabazas y ratones, lo siento!

Y aquí la versión en inglés: http://www.pitt.edu/~dash/grimm021.html




Érase una vez un hombre rico que tenía una mujer que estaba muy enferma.Cuando vio que se acercaba su fin, llamó a su única hija y le dijo: 

-Querida hija, sé piadosa y buena, Dios te protegerá desde el cielo y yo no me apartaré de tu lado y te bendeciré. 

Poco después cerró los ojos y espiró. La niña iba todos los días a llorar a la tumba de su madre y continuó siendo siempre piadosa y buena. Llegó el invierno y la nieve cubrió el sepulcro con su manto blanco. Llegó la primavera y el sol doró las flores del campo y el padre de la niña se casó de nuevo. 

La esposa trajo dos niñas que tenían un rostro muy hermoso pero un corazón muy duro y cruel. Muy pronto comenzaron los malos tiempos para la pobre huérfana. 

-No queremos que esté ese pedazo de ganso sentada a nuestro lado, que gane el pan que coma, que se vaya a la cocina con la criada. 

Le quitaron sus vestidos buenos, le pusieron un delantal gris remendado y viejo y le dieron unos zuecos. 

-¡Qué sucia está la orgullosa princesa! -decían riéndose, y la mandaron ir a la cocina. Tenía que trabajar allí de la mañana a la noche, levantarse temprano, traer agua, encender el fuego, coser y lavar. Sus hermanas le hacían, además, todo el daño posible. Se burlaban de ella y le vertían la comida en las cenizas, de manera que tenía que agacharse a recogerla. Por la noche, cuando estaba cansada de tanto trabajar, no podía acostarse porque no tenía cama y dormía recostada al lado del fuego. Como siempre estaba llena de polvo y ceniza, le llamaban la Cenicienta.

Un dia su padre se fue a una feria y preguntó a sus hijastras lo que querían que les trajese.

-Un vestido bonito -dijo una. 

-Una sortija buena -añadió la segunda. 

-Y tú, Cenicienta, ¿qué quieres? -le dijo. 

-Padre, tráeme la primera ramita que roce tu sombrero en el camino. 

Así que compró a sus dos hijastras hermosos vestidos, perlas y joyas. A su regreso, cabalgando a través de una maraña verde en el bosque, su sombrero rozó una ramita de avellano. Entonces la rama se rompió y se la llevó. Cuando volvió a su casa dio a sus hijastras lo que le habían pedido y la rama de avellano a la Cenicienta.

Cenicienta se lo agradeció y se fue corriendo a la tumba de su madre, plantó la rama en él y lloró tanto que, regada por sus lágrimas, no tardó en crecer y convertirse en un hermoso árbol. La Cenicienta iba tres veces al días a ver el árbol y frente a él lloraba y rezaba. Un pájaro blanco iba al arbol cada vez que ella iba y cuando ella expresaba un deseo, él le tiraba desde el árbol lo que ella le pedía.

Sucedió por entonces que el rey proclamó un gran festival que duraría tres días.  Todas las jóvenes hermosas del país fueron invitadas para que su hijo pudiera elegir a su futura mujer. Cuando las dos hermanastras oyeron que ellas también habían sido invitadas se pusieron de muy buen humor. Llamaron a la Cenicienta y le dijeron:

-Péinanos, limpia nuestros zapatos y ponles bien las hebillas. Vamos a ir al festival en el palacio del Rey. 

La Cenicienta obedeció sin parar de llorar ya que ella también quería ir al baile. Suplicó a su madrastra que le dejara ir.

-¿Tú, Cenicienta? -le dijo-. ¿Tú que estás cubierta de polvo y ceniza quieres ir al festival? No tienes vestidos ni zapatos y todavía quieres bailar.

Sin embargo, como Cenicienta siguió insitiendo, la madrastra le dijo al final: 

-Se ha caido un plato de lentejas en la ceniza. Si las recoges antes de dos horas, vendrás con nosotras.

La joven salió entonces al jardín por la puerta trasera y dijo: 

-Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, venid todos y ayudadme a recoger.
Las buenas en el puchero,
las malas en el caldero.
Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, y después dos tórtolas y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar todos los pájaros del cielo, que acabaron por bajar hasta la ceniza. Las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y el resto de pájaros comenzaron también a decir pi, pi, y pusieron todos los granos buenos en el plato. Aun no había trascurrido una hora cuando acabaron y se marcharon volando.

La niña, llena de alegría, llevó el plato a su madrastra creyendo que le permitiría ir a la fiesta con ellas pero ésta le dijo: 

-No, Cenicienta. No tienes vestido y no sabes bailar. Todos se reirían de ti.

Cenicienta se puso a llorar y su madrastra dijo: 

-Si puedes recoger de entre la ceniza dos platos llenos de lentejas en una hora, irás con nosotras. 

Creyendo en su interior que no podría hacerlo, vertió los dos platos de lentejas en la ceniza y se marchó pero la joven salió entonces al jardín por la puerta trasera y volvió a decir: 

-Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, venid todos y ayudadme a recoger.
Las buenas en el puchero,
las malas en el caldero.
Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, después dos tórtolas, y por último comenzaron a revolotear alredor del hogar todos los pájaros del cielo que acabaron por bajar hasta la ceniza. Las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y el resto de pájaros comenzaron a decir también pi, pi, y pusieron todas las lentejas buenas en el plato. Aun no había trascurrido media hora cuando acabaron y se marcharon volando.


La niña, llena de alegría, llevó el plato a su madrastra creyendo que le permitiría ir a la fiesta con ellas pero ésta le dijo:

-Es inútil. No puedes venir porque no tienes vestido y no sabes bailar. Se avergonzarían de ti. 

Y con esto, se dio la vuelta y se marchó con sus orgullosas hijas. 

En cuanto se quedó sola en casa fue a la tumba de su madre bajo el avellano y grito:
Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.
Entonces el pájaro le lanzó un vestido de oro y plata y unos zapatitos bordados en plata y seda. Se puso el vestido en seguida y se marchó a la fiesta.

Sus hermanas y su madrastra no la reconocieron. Pensaron que seria alguna princesa extranjera porque les pareció muy hermosa con el vestido de oro. Ni se les pasó por la cabeza que pudiera ser Cenicienta, creyendo que estaría sentada en el hogar buscando lentejas entre las cenizas.

El príncipe se acercó a ella, la cogió de la mano y bailó con ella. De hecho, no bailó con nadie más. No soltó su mano y, cada vez que alguien se acercaba y la invitaba a bailar, él le decía: 

-Es mi pareja de baile.

Bailó hasta el amanecer y cuando quiso irse a casa el príncipe le dijo: 

-Iré contigo y te acompañaré -pues deseaba saber de dónde venía aquella hermosa joven, pero ella se escapó y saltó al palomar.

El principe esperó a que llegara su padre y le dijo que la joven desconocida se había metido en el palomar.

-¿Será la Cenicienta?- pensó el anciano.

Mandó que le trajeran una hacha y un pico para abrir el palomar pero, cuando lo hicieron, no había nadie dentro. Entonces fueron a la casa de Cenicienta y la encontraron entre las cencizas vestida con su sucia ropa. Una debil llama ardía en una lampara de aceite en la chimenea. Cenicienta había saltado rápidamente por la parte de atrás del palomar y había corrido hasta el avellano. Allí se había quitado el hermoso vestido y lo había dejado sobre la tumba de donde el pájaro lo cogió y se lo llevó. Después, vestida otra vez con su delantal gris, había regresado a las cenizas de la cocina.
Al día siguiente, cuando llegó la hora en que iba a empezar la fiesta otra vez y se fueron sus padres y sus hermanas, Cenicienta corrió hasta el avellano y dijo:
Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.
 
Entonces el pájaro le lanzó un vestido aún más magnífico que el del día anterior. Cuando se presentó en la fiesta con aquel traje, dejó a todos atónitos por su belleza. El príncipe, que la estaba aguardando, la cogió de  la mano y bailó toda la noche con ella. Cuando venían otros a invitarla a bailar, él les decía:
-Es mi pareja de baile.
Al amanecer ella quiso marcharse y el principe la siguió porque deseaba ver en qué casa entraba. Sin embargo, ella huyó de él y entró en el jardín de detrás de la casa. Allí había un hermoso árbol muy grande, del que colgaban unas peras magníficas.Cenicienta trepó entre las ramas tan ágil como una ardilla y el príncipe no supo por dónde había ido. Aguardó a que llegara su padre y le dijo:
-La doncella extranjera se me ha escapado y creo que ha subido al peral.

-¿Será la Cenicienta?- pensó el anciano.

Mandó traer una hacha y derribó el árbol pero no había nadie. Cuando llegaron a la cocina, Cenicienta estaba entre las cenizas, como de costumbre, pues había saltado por el otro lado el árbol, había devuelto el vestido al pájaro del avellano y se había puesto su delantal gris.

Al tercer día, cuando sus padres y sus hermanas se fueron, Cenicienta volvió a la tumba de su madre y dijo al árbol:
Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.
Esta vez el pájaro le arrojó un vestido que era mucho más hermoso y magnífico que ninguno de los anteriores y los zapatos eran de oro puro. Cuando llegó a la fiesta con aquel vestido nadie tenía palabras para expresar su asombro. El príncipe bailó solo con ella y cuando se acercaba alguno a invitarla, le decía:
-Es mi pareja de baile.
Cuando amaneció Cenicienta quiso irse y el príncipe trató de acompañarla, pero se escapó tan rápido que no fue capaz de seguirla. El príncipe, sin embargo, le había tendido una trampa. Había untado toda la escalera con brea. Cuando corrió escaleras abajo la zapatilla izquierda de la joven se quedó pegada al suelo. El principe la cogió. Era muy pequeñita, bonita y de oro puro.

 Al día siguiente fue a ver al padre de la Cenicienta y le dijo:
-Sólo podrá ser mi esposa aquella a la que le encaje perfectamente este zapato de oro.
Las dos hermanas se alegraron mucho porque tenían los pies bonitos. Con su madre presente, la mayor se llevó el zapato a su cuarto para probárselo, pero le cabia el dedo gordo del pie porque el zapato era demasiado pequeño para ella. Entonces su madre le dijo:
-Córtate el dedo. Cuando seas reina no tendrás que ir nunca a pie.
La niña se cortó el dedo gordo, obligó a su pie a meterse en el zapato tragandose su dolor y salió a reunirse con el príncipe. Él la subió al caballo como novia suya y se marchó con ella. Sin embargo, tenía que pasar por la tumba y allí, en el avellano, había dos palomas que clamaron:
No sigas adelante,
verás sangre al instante,
el zapato es muy pequeño
y ese pie no es su dueño.
Entonces miró los pies y vio un reguero de sagre que salia del zapato. Dio la vuelta a su caballo y condujo a la falsa novia hasta su casa, diciendo que no era la que buscaba y que se probase el zapato la otra hermana.

Esta entró en su cuarto y no tuvo ningún problema en meter los dedos pero el talón era demasiado grueso.

Entonces su madre le dijo:
-Córtate un trozode talón. Cuando seas reina, nunca más tendrás que ir a pie.
La joven se cortó un trozo de talón, forzó a su pie a encajar en el zapato, tragándose su dolor y salió a reunirse con el príncipe. Él la subió en su caballo como novia suya y se marchó con ella. Sin embargo, tenía que pasar por la tumba y allí, en el avellano, había dos palomas que clamaron:
No sigas más adelante,
 verás sangre al instante,
que el zapato es muy pequeño
y ese pie no es su dueño.
Entonces miró los pies y vio un reguero de sagre que salia del zapato. Dio la vuelta a su caballo y condujo a la falsa novia hasta su casa:
-Tampoco es ella -dijo-. ¿No tienen otra hija?
-No -contestó el marido- solo está  la pequeña y rara de Cenicienta, la hija de mi primera esposa, pero no es posible que sea ella tu novia.
El principe ordenó que fueran a buscarla.
-Oh, no. Está demasiado sucia. No puedes verla -replicó la madre.

El principe, sin embargo, insistió y tuvieron que llamar a Cenicienta. La muchacha se lavó primero la cara y las manos y luego fue donde el príncipe y le hizo una reverencia. El príncipe le dio el zapato de oro. Cenicienta se sentó sobre un taburete, sacó el pie del pesado zueco que llevaba y se puso el zapato que le encajó perfectamente.

Cuando se levantó, el príncipe le miró a la cara y reconoció a la hermosa doncella que había bailado con él.
-Esta es mi verdadera novia.
La madrastra y las dos hermanas se horrorizaron y palidecieron por la ira. El príncipe, sin embargo, montó a Cenicienta en su caballo y se marchó con ella. Cuando pasaron por delante del avellano, dijeron las dos palomas blancas.
Sigue, príncipe, sigue adelante
sin parar un solo instante,
pues ya encontraste el dueño
del zapatito pequeño.
Después de decir esto, echaron a volar y se posaron en los hombros de la Cenicienta, una en el derecho y otra en el izquierdo y allí se quedaron.
Cuando la boda con el príncipe se celebró, las dos falsas hermanas se acercaron con ganas de ganarse el favor de Cenicienta y de compartir su buena fortuna. Cuando los novios entraron en la iglesia, la mayor se puso a su derecha y la menor a su izquierda, y las palomas que llevaba la Cenicienta en sus hombros picaron a la mayor en el ojo derecho y a la menor en el izquierdo, de modo que picaron a cada una un ojo. A su regreso se puso la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, y las palomas picaron a cada una en el otro ojo, quedando ciegas para toda la vida por su falsedad y envidia.
FIN

viernes, 2 de marzo de 2012

El patito feo





Por regla general, el temprano exilio se inicia sin culpa por parte del interesado y se intensifica por medio de la incomprensión, la crueldad de la ignorancia o la maldad deliberada de los demás. En tal caso, el yo básico de la psique sufre una temprana herida. Cuando ello ocurre, una niña empieza a creer que las imágenes negativas que su familia y su cultura le ofrecen de ella no sólo son totalmente ciertas sino que, además, están totalmente libres de prejuicios, opiniones y preferencias personales. La niña empieza a creer que es débil, fea e inaceptable y así lo seguirá creyendo por mucho que se esfuerce en modificar la situación.

Una niña es desterrada exactamente por las mismas razones que vemos en "El patito feo". En muchas culturas, cuando nace una niña se espera de ella que Sea o se convierta en un determinado tipo de persona, se comporte de una cierta Manera convencional, tenga una serie de valores que, aunque no sean idénticos a los de su familia, sí por lo menos se basen en ellos y, en cualquier caso, no provoque sobresaltos de ningún tipo. Estas expectativas quedan muy bien definidas cuando uno o ambos progenitores experimentan el deseo de una "hija angelical", es decir, de una hija sumisamente "perfecta".

En las fantasías de algunos padres la hija que tengan deberá ser perfecta y sólo deberá reflejar sus criterios y sus valores. Por desgracia, si la niña sale salvaje, ésta deberá padecer los repetidos intentos de sus padres de someterla a una operación quirúrgica psíquica en su afán de re—crearla y de modificar lo que el alma le pide a la niña, Por mucho que su alma le pida que mire, la cultura circundante le pedirá que se vuelva ciega. Y, aunque su alma quiera decirle la verdad, ella se vera obligada a guardar silencio.



C l a r i s s a P i n k o l a E s t é s         M u j e r e s q u e c o r r e n c o n l o s l o b o s

jueves, 1 de marzo de 2012

La Mujer Esqueleto



Había hecho algo que su padre no aprobaba, aunque ya nadie recordaba lo que era. Pero su padre la había arrastrado al acantilado y la había arrojado al mar. Allí los peces se comieron su carne y le arrancaron los ojos. Mientras yacía bajo la superficie del mar, su esqueleto daba vueltas y más vueltas en medio de
las corrientes. 

Un día vino un pescador a pescar, bueno, en realidad, antes venían muchos pescadores a esta bahía. Pero aquel pescador se había alejado mucho del lugar donde vivía y no sabía que los pescadores de la zona procuraban no acercarse por allí, pues decían que en la cala había fantasmas. 
 
El anzuelo del pescador se hundió en el agua y quedó prendido nada menos que en los huesos de la caja torácica de la Mujer Esqueleto. El pescador Pensó: "¡He pescado uno muy gordo! ¡Uno de los más gordos!" Ya estaba calculando mentalmente cuántas personas podrían alimentarse con aquel pez tan grande, cuánto tiempo les duraría y cuánto tiempo él se podría ver libre de la ardua tarea de cazar. Mientras luchaba denodadamente con el enorme peso que colgaba del anzuelo, el mar se convirtió en una agitada espuma que hacía balancear y estremecer el kayak, pues la que se encontraba debajo estaba tratando de desengancharse. Pero, cuanto más se esforzaba, más se enredaba con el sedal. A pesar de su resistencia, fue inexorablemente arrastrada hacia arriba, remolcada por los huesos de sus propias costillas. 

El cazador, que se había vuelto de espaldas para recoger la red, no vio cómo su calva cabeza surgía de entre las olas, no vio las minúsculas criaturas de coral brillando en las órbitas de su cráneo ni los crustáceos adheridos a sus viejos dientes de marfil. Cuando el pescador se volvió de nuevo con la red, todo el cuerpo de la mujer había aflorado a la superficie y estaba colgando del extremo del kayak, prendido por uno de sus largos dientes frontales.

"¡Ay!", gritó el hombre mientras el corazón le caía hasta las rodillas, sus ojos se hundían aterrorizados en la parte posterior de la cabeza y las orejas se le encendían de rojo. "¡Ay!", volvió a gritar, golpeándola con el remo para desengancharla de la proa y remando como un desesperado rumbo a la orilla. Como no se daba cuenta de que la mujer estaba enredada en el sedal, se pegó un susto tremendo al verla de nuevo, pues parecía que ésta se hubiera puesto de puntillas sobre el agua y lo estuviera persiguiendo. Por mucho que zigzagueara con el kayak, ella no se apartaba de su espalda, su aliento se propagaba sobre la superficie del agua en nubes de vapor y sus brazos se agitaban como si quisieran agarrarlo y hundirlo en las profundidades.

"¡Aaaaayy!", gritó el hombre con voz quejumbrosa mientras se acercaba a la orilla. Saltó del kayak con la caña de pescar y echó a correr, pero el cadáver de la Mujer Esqueleto, tan blanco como el coral, lo siguió brincando a su espalda, todavía prendido en el sedal. El hombre corrió sobre las rocas y ella lo siguió. Corrió sobre la tundra helada y ella lo siguió. Corrió sobre la carne puesta a secar y la hizo pedazos con sus botas de piel de foca.

La mujer lo seguía por todas partes e incluso había agarrado un poco de pescado helado mientras él la arrastraba en pos de sí. Y ahora estaba empezando a comérselo, pues llevaba muchísimo tiempo sin llevarse nada a la boca. Al final, el hombre llegó a su casa de hielo, se introdujo en el túnel y avanzó a gatas hacia
el interior. Sollozando y jadeando permaneció tendido en la oscuridad mientras el corazón le latía en el pecho como un gigantesco tambor. Por fin estaba a salvo, sí, a salvo gracias a los dioses, gracias al Cuervo, sí, y a la misericordiosa Sedna, estaba... a salvo... por fin.

Pero, cuando encendió su lámpara de aceite de ballena, la vio allí acurrucada en un rincón sobre el suelo de nieve de su casa, con un talón sobre el hombro, una rodilla en el interior de la caja torácica y un pie sobre el codo. Más tarde el hombre no pudo explicar lo que ocurrió, quizá la luz de la lámpara suavizó las facciones de la mujer o, a lo mejor, fue porque él era un hombre solitario. El caso es que se sintió invadido por una cierta compasión y lentamente alargó sus mugrientas manos y, hablando con dulzura como hubiera podido hablarle una madre a su hijo, empezó a desengancharla del sedal en el que estaba enredada.

"Bueno, bueno." Primero le desenredó los dedos de los pies y después los tobillos. Siguió trabajando hasta bien entrada la noche hasta que, al final, cubrió a la Mujer Esqueleto con unas pieles para que entrara en calor y le colocó los huesos en orden tal como hubieran tenido que estar los de un ser humano. 

Buscó su pedernal en el dobladillo de sus pantalones de cuero y utilizó unos cuantos cabellos suyos para encender un poco más de fuego. De vez en cuando la miraba mientras untaba con aceite la valiosa madera de su caña de pescar y enrollaba el sedal de tripa. Y ella, envuelta en las pieles, no se atrevía a decir ni una sola palabra, pues temía que aquel cazador la sacara de allí, la arrojara a las rocas de abajo y le rompiera todos los huesos en pedazos.

 El hombre sintió que le entraba sueño, se deslizó bajo las pieles de dormir y enseguida empezó a soñar. A veces, cuando los seres humanos duermen, se les escapa una lágrima de los ojos. No sabemos qué clase de sueño lo provoca, pero sabemos que tiene que ser un sueño triste o nostálgico. Y eso fue lo que le ocurrió al hombre.

La Mujer Esqueleto vio el brillo de la lágrima bajo el resplandor del fuego y, de repente, le entró mucha sed. Se acercó a rastras al hombre dormido entre un crujir de huesos y acercó la boca a la lágrima. La solitaria lágrima fue como un río y ella bebió, bebió y bebió hasta que consiguió saciar su sed de muchos años.
Después, mientras permanecía tendida al lado del hombre, introdujo la mano en el interior del hombre dormido y le sacó el corazón, el que palpitaba tan fuerte como un tambor. Se incorporó y empezó a golpearlo por ambos lados: ¡Pom, Pom!.... ¡Pom, Pom!

 Mientras lo golpeaba, se puso a cantar "¡Carne, carne, carne! ¡Carne, carne, carne! ". Y, cuanto más cantaba, tanto más se le llenaba el cuerpo de carne. Pidió cantando que le saliera el cabello y unos buenos ojos y unas rollizas manos. Pidió cantando la hendidura de la entrepierna, y unos pechos lo bastante largos como para envolver y dar calor y todas las cosas que necesita una mujer. 

Y, cuando terminó, pidió cantando que desapareciera la ropa del hombre dormido y se deslizó a su lado en la cama, piel contra piel. Devolvió el gran tambor, el corazón, a su cuerpo y así fue como ambos se despertaron, abrazados el uno al otro, enredados el uno en el otro después de, pasar la noche juntos, pero ahora de otra manera, de una manera buena y perdurable. 

La gente que no recuerda la razón de su mala suerte dice que la mujer y el pescador se fueron y, a partir de entonces, las criaturas que ella había conocido durante su vida bajo el agua, se encargaron de proporcionarles siempre el alimento.La gente dice que es verdad y que eso es todo lo que se sabe.



C l a r i s s a P i n k o l a E s t é s. Mujeres que corren con los lobos.